David y Esteban eran dos amigos que compartían un peculiar hobby. Ambos se consideraban exploradores de lo paranormal, de lo oculto y surrealista.
Llevaban a sus espaldas varias experiencias, en las que habían acudido a lugares abandonados con supuesta actividad, y coleccionaban psicofonías o fotografías en las que aparecían rostros o figuras fantasmales. Empezaron como un par de aficionados, pero ahora se habían organizado y con sus ahorros, habían comprado todo el material necesario para poder hacer una investigación un poco más allá de lo amateur.
Hacía tiempo que querían visitar el abandonado Hospital del Tórax, situado al norte de la ciudad de Terrassa. Este hospital abría sus puertas en los años 50 para albergar a pacientes con enfermedades respiratorias, tales como tuberculosis, fibrosis o cáncer de pulmón. Lo construyeron allí gracias al bosque de la Pineda, cuyo aire fresco y puro decían que era beneficioso para los enfermos. Estuvo en funcionamiento hasta 1997, cuando se cerró y se abandonó a su suerte.
El terreno del hospital era aproximadamente de 60.000 m2, el edificio poseía dos alas principales, nueve pisos de altura y sótanos. Tenía mil quinientas habitaciones entre las que se notaba una clara diferencia entre las destinadas a la burguesía y la clase obrera, y además contaba con edificios anexos como la capilla o el depósito de cadáveres. Todo se rodeaba de un inmenso jardín que fue apodado “La Jungla” debido a que, los enfermos a sabiendas de su irrecuperable salud y su inminente muerte, no soportaban la lenta agonía en la que estaban sometidos, y desde la novena planta se arrojaban al jardín emitiendo estremecedores alaridos, para poner fin a su sufrimiento. Convirtiéndose así en el hospital con el más alto índice de suicidios de toda España.
Esta negra historia rápidamente captó la atención de estos dos muchachos, que a pesar de su corta edad, (dieciocho y veinte años), ya habían desarrollado una inaudita pasión por este tipo de lugares. Ellos prepararon sus walkie talkies; se provisionaron con linternas, pilas de recambio, detectores de movimiento, cámaras con visión nocturna… y cómo no, con una cantimplora de agua y un par de bocatas para pasar allí la noche.
En 2001, David condujo hasta el hospital abandonado junto a su amigo Esteban, y aparcaron fuera del recinto, que ahora estaba vallado. Esteban observó que la valla estaba un poco rota por la parte de abajo, y pudo levantarla levemente para que su compañero pudiera pasar rodando por el suelo. David se adentró e hizo lo mismo, sujetó la valla hasta que Esteban pudo entrar y ambos se encaminaron hacia el edificio. De noche el entorno parecía aún más lúgubre, incluso los árboles y vegetación del jardín parecían contonearse o girar sobre sí mismos conforme ellos pasaban a través. Esto llamó la atención de los jóvenes pero llegaron a la conclusión de que podía ser a causa de la sugestión de sus propias mentes, por el conocimiento que tenían de todos los cuerpos que una vez cayeron allí.
Al fin llegaron al hospital. Era increíble cómo en tan sólo cuatro años desde su cierre se había deteriorado. Las paredes se habían despojado parcialmente de sus pinturas, el suelo en algunas partes se encontraba agrietado, y cubierto de hojas de los árboles que habían sido arrastradas hasta allí por el viento, atravesadas por los enormes ventanales en los que la mayoría estaban rotos por algún vándalo que se había dedicado a lanzar piedras contra ellas.
A medida que caminaban podían observar que sobre el suelo se encontraban aún diversos restos de lo que un día fue; tales como medicamentos, un viejo extintor, máquinas de escribir, somieres de metal oxidados, colchones apilados, restos del techo que se había venido abajo, cajones o archivadores desparramados, armarios, tarros de cristal rotos, libros de medicina, máquinas de laboratorio empolvadas, sofás y un sinfín de sillas, repartidos por todos los rincones.
Se abrieron paso entre los escombros, grabando todo con sus cámaras de visión nocturna y estudiando todo totalmente en silencio; así hicieron hasta llegar a la tercera planta.
-Esto no da nada de miedo, ¿por qué no nos separamos para explorar? Así si alguno de los dos encuentra algo interesante, se lo avisa al otro para que acuda allí. –Dijo David.
-Vale, pues yo me subo a la cuarta planta y te cuento.
-¡No olvides poner detectores de movimiento! ¿Aún te quedan en la mochila?
-Sí, sí, descuida, si cada uno ponemos en cada planta que estamos subiendo, creo que llegaremos a cubrir todos los pisos. De todas formas quiero reservar alguno para los balcones.
-¡Cierto! Sobre todo para el de la novena.
-De acuerdo, pues ahora hablamos.
Esteban continuó por un largo pasillo con innumerables puertas a ambos lados, hasta que David lo perdió de vista cuando dobló una esquina para ascender por los escalones hasta la cuarta planta.
David siguió explorando la tercera entrando en cada habitación; hasta que le pareció escuchar un crujido, como de unas pisadas sobre baldosas rotas provenir de una de ellas. Él se aproximó y abrió la puerta lentamente mientras ésta hacía un chirriante sonido. Descubrió que se trataba de un amplio baño. Había varios urinarios en la pared, y diversas puertas para entrar a los retretes. Todo estaba tan deteriorado y le pareció tan tétrico, que decidió quedarse ahí sentado sobre la tapa de uno de los viejos retretes para descansar un poco, y con suerte averiguar si ese ruido vino realmente de allí. Colocó el sensor de movimiento por si acaso, y también para cerciorarse de que el sonido no había sido provocado por su compañero desde el piso de arriba.
-¿Qué tal vas, Esteban?-Preguntó desde su walkie talkie.
-Aquí no hay nada, sólo más escombros, ¿y tú?, ¿has encontrado algo?
-Pues en realidad…-David hizo una pausa porque en ese preciso instante, el detector que había puesto en la entrada del baño se había accionado. La escandalosa alarma había perturbado el silencio que allí reinaba-¿Oyes eso?
-Sí, lo escucho desde aquí, ¿qué ha pasado?
David se incorporó del inodoro, escuchando inquietantes pisadas de tacones por el extenso pasillo por el que antes hubiere caminado.
-Estoy escuchando pasos.-Dijo David.
Él se aproximó decidido aunque temeroso, asomándose desde la puerta del baño mientras arrojaba algo de luz con su linterna e intentaba captar algo con el visor nocturno de la cámara; pero esas pisadas habían cesado y todo parecía volver a la calma.
-¿Los has grabado?-Preguntó Esteban.
-Sí, sigamos avanzando… por lo menos ya tenemos registrada una actividad.
-Bien, yo subo ahora a la quinta, ve tú a la sexta.
Así hicieron, y David ascendió por los destrozados escalones hasta la sexta planta. Avanzó sus pasos con cautela, ya que había sillas de ruedas esparcidas por el pasillo y trataba de no tropezar con ellas; pero sobresaltado se paró en seco, tras escuchar a su compañero gritar desde el piso de abajo.
-¡David, David, ¿me oyes?!-Preguntó Esteban por el walkie talkie.
-Sí, alto y claro. ¿Qué pasa?
-He visto a una mujer, iba vestida de paciente. Estaba llorando en una esquina y decía algo de no sé qué de su bebé. ¡Qué susto que me ha pegado! No he podido grabarlo tío, la cámara se me ha apagado, acabo de poner las pilas de recambio.
-¿Hacia dónde ha ido esa mujer?
-No lo sé, depende se esfumó, se metió por una pared.
-¡Síguela!
-¿Estás tonto? ¡Yo no puedo atravesar paredes!
-Pero, ¿tras esa pared hay alguna habitación?
Tras un minuto en silencio, Esteban no le respondía.
-¿Esteban?
David empezó a intranquilizarse aún más cuando vio que las sillas de ruedas, comenzaron a moverse por sí solas. Él se acercó a una y puso su mano sobre los mangos de detrás de la silla. Ésta le embistió haciéndole un enorme daño en la pierna. En tan sólo un abrir y cerrar de ojos, todas las sillas fueron en su dirección a una velocidad increíble, algunas incluso volaron por los aires y tuvo que esquivarlas para evitar que le golpeasen. David corrió exaltado como alma que lleva el diablo, serpenteando por el pasillo hasta llegar a las escaleras que le llevarían a la séptima planta. Una de las sillas le persiguió con insistencia hasta que alcanzó a subir el primer peldaño. Hastiado y jadeando, se dio la vuelta observando con terror a la silla.
-¿Pero qué cojones…?-Pensó en voz alta, y rápidamente accionó el walkie talkie-¡Esteban, respóndeme!
-He entrado a la habitación a la que esa mujer había ido. Esto me da muy mal rollo, yo creo que deberíamos irnos, ¡estoy viendo fetos conservados en botes! No sé qué es lo que hacían con ellos ni para qué, pero no prefiero no saberlo… ¿Qué tal si nos vamos ya?
-Esteban, no hemos venido hasta aquí conduciendo cientos de kilómetros para rajarnos ahora. ¡Tenemos que continuar, pase lo que pase! A mí acaban de perseguirme unas sillas de ruedas cabreadas, y no pienso abandonar, ¡vamos, échale un par!
-¡Pero que son fetos humanos, tío!
-Tú sólo preocúpate de grabarlo todo, yo ya estoy en la séptima planta pero no tardaré en subir a la octava. Ésta es mucho más pequeña y me queda poco por ver… la mayoría de pared ha caído y desde aquí puedo ver todas las habitaciones. A saber qué hacen unos fetos ahí… pero es material muy interesante.
-¿Tú crees que esto tendrá algo de valor…? Bueno, está bien, iré yo a la novena.
David estaba a punto de abandonar la séptima planta, cuando de pronto, escuchó una respiración ahogada, parecía alguien asfixiándose. Él se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. El detector que había colocado a mitad del camino se había activado haciendo estruendosos sonidos que eclipsaban aquella respiración. Su cámara se había apagado, y su linterna parecía fallarle también; en más de una ocasión tuvo que darle golpecitos con la mano para conseguir que funcionase. El bullicio del detector ya había terminado, pero continuaba escuchando a alguien haciendo un tremendo esfuerzo por coger una bocanada de aire. David sintió un escalofrío recorrer su espalda, como si le hubiesen clavado una aguja de hielo. La respiración la notaba justo en su cogote, y se precipitó a darse la vuelta. Abrió tanto los ojos que pareció que se le iban a salir de las órbitas, y espantado retrocedió unos pasos hacia atrás. La visión que se presentaba ante él le había dejado petrificado e incapaz de reaccionar. Una mujer de mediana edad con el cabello negro y desmarañado, pálida como el mármol, y los ojos sin iris de un negro abisal, estaba allí de pie frente a él; inmóvil y con un semblante muy triste. Su boca estaba abierta y emitía agónicos sonidos de asfixia. La linterna de David dejó de funcionar y buscó a prisa unas pilas de recambio en su bolsillo, pero éstas se le cayeron al suelo cuando aquella siniestra mujer, con una voz de ultratumba se dirigió a él.
-¡¿Dónde está mi bebé?! ¡DEVUÉLVEME A MI BEBÉ!-Vociferó con furia, desencajándose su mandíbula y abalanzándose hacia David.
David la esquivó y se dirigió vertiginosamente hacia las escaleras de nuevo, cayéndosele la cámara por el camino, pero no quiso pararse ni si quiera a recogerla. La mujer ahora daba unos ensordecedores gritos que hicieron retumbar y desquebrajarse todavía más las paredes del edificio.
Exhausto subió a la octava planta, cerciorándose de que ese siniestro espíritu atormentado no le había seguido. Ahora totalmente a oscuras, se escondió en la primera habitación que palpó, refugiándose en una esquina agazapado. Cogió su walkie talkie y susurrando, trató de ponerse en contacto con Esteban.
-Esteban, ¿estás ahí?-musitó.
Pasaría cerca de un minuto, pero no obtenía respuesta alguna de su amigo.
-Por favor respóndeme tío, ¡es importante, estoy a oscuras y no veo nada!
David había perdido sus pilas de recambio, así que tras haber pasado más de cinco minutos sin que Esteban le respondiese, cogió las del walkie talkie y las colocó en su linterna. Se alzó raudo y valeroso, saliendo de aquella habitación.
Iluminó el pasillo, ésta vez no quería detenerse a explorar nada, tan sólo encontrar a Esteban y marcharse de una vez. Percibió un ruido y vio que el ascensor había sido llamado y se abrió allí mismo, en la octava planta. Ni siquiera había electricidad, por lo que David aceleró su paso hasta los escalones para ascender a la novena planta, tratando no prestar atención a las actividades paranormales. Sin embargo, escuchó un alarido desgarrador que cada vez se iba alejando más, para terminar en un golpe seco y contundente. El joven tenía el pulso acelerado y las manos le sudaban tanto que la linterna se le resbalaba, pero se aferraba a ella lo más fuerte que podía. Llegó por fin a las escaleras pero comprobó que el acceso estaba sellado. Una puerta le impedía el paso y parecía cerrada a conciencia. Forcejeó el pomo, intentando abrirla de forma desesperada, y por último dio sendos golpes con sus piernas pero no consiguió que la puerta se moviera ni un ápice.
-¡Esteban!, ¡Esteban tenemos que irnos! ¡¿Me oyes?!-Exclamó David a pleno pulmón, cogiendo una pequeña carrerilla para empujar la puerta con su hombro. Se lastimó y, agotado por el esfuerzo que estaba haciendo, se apoyó en la puerta jadeando.
De repente, al otro lado alguien comenzó a girar el pomo, tratando de abrir la puerta también.
-¿Por qué no se abre, qué cojones pasa?-Preguntó David,
esperando una respuesta por parte de su compañero.
-¿Eres tú, Esteban? ¿Por qué no me respondes?, ¡no estoy para bromas, tenemos que salir de aquí ya!
Comenzaron a sonar golpes cada vez más furiosos tras la puerta, y David a su vez también trataba de abrirla sin éxito; hasta que escuchó la voz de Esteban.
-¡David, vámonos, estoy aquí!
Sus reclamos no parecían venir de detrás de la puerta, sino que sonaban mucho más alejados. David caminó despacio hasta el ascensor, que ahora sus puertas se encontraban cerradas, pero continuaba estando en esa planta.
-¡Vamos, estoy abajo!-Gritó Esteban.
-¿Abajo?... ¿cómo que abajo?-Se preguntó. Entonces avanzó siguiendo su voz, y salió al balcón. El balcón era un corredor inmenso, con arcos decorativos donde sacaban a los pacientes con las camillas para que respirasen el aire puro de La Pineda. El muchacho se asomó por el balcón, y recorriendo la oscura arboleda con el halo de luz de su linterna, vio a Esteban allí en pie esperándole, cerca de la entrada del hospital.
-¡¿Cuánto tiempo llevas ahí?!... ¡¿cómo es que no me dices nada?!-Exclamó David encolerizado.
Él se dispuso a bajar los escalones lo más rápido que sus piernas le permitían, y cruzando los pasillos a toda prisa para evitar encontrarse con ningún otro ente. En cada planta él mismo hacía saltar los detectores de movimiento, la tensión y los nervios estaban apoderándose de él, sentía la adrenalina recorrer su piel y erizarle el vello. Tenía un ansia incalculable por abandonar ese lugar.
Llegó al fin a la entrada del hospital por la que habían entrado, y al salir por la misma, no había ni rastro de Esteban.
-¡Esteban!... ¡Serás mamón, ya podrías haberme esperado!
David recorrió la Jungla reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban para correr, con el propósito de alcanzar la valla y reencontrarse con Esteban en el coche. Pero cuando creía que todo iba a acabar, algo le hizo detener su huida. Un cuerpo tendido yacía sobre la maleza y su ropa era idéntica a la de Esteban. El chico se aproximó veloz a socorrerle, y con horror vio que un charco de sangre rodeaba la cabeza aplastada de su amigo. A pocos metros, había un bote de cristal roto y un feto que aún conservaba su cordón umbilical.
El joven estaba conmocionado por la perturbadora y macabra imagen que tenía ante él. No podía creer lo que estaba pasando. Presa del pánico huyó de allí presuroso, rodó por el suelo arañando su cara con los alambres de la valla rota y montó en su coche, para acelerar y alejarse del hospital.
Detuvo el coche en el pueblo más cercano, y respirando con dificultad, con el corazón en un puño, trató de serenarse y pensar. Relacionó el grito que escuchó cada vez más lejano, y el posterior golpe seco, con la caída de Esteban desde la novena planta. Quizás su compañero quiso llevarse el bote del feto como trofeo, ¿pero para qué querría hacer algo así? Le costaba asimilar la repentina muerte de Esteban, dudaba incluso de si la visión que tuvo era real, pero estaba ahí, ¡tocó su cuerpo frío e inmóvil! La dantesca imagen de su cabeza deformada por la caída y encharcada en su propia sangre, se repetía una y otra vez en su mente. Fue entonces cuando rompió a llorar desconsolado, y sacó su teléfono móvil para llamar a una ambulancia.
Las noticias locales narraron que un joven de dieciocho años se había suicidado desde la novena planta del hospital, tal y como hicieron sus pacientes años atrás. El rumor de una maldición sobre el lugar corrió pronto de boca en boca, y las autoridades cerraron con empeño cualquier acceso para evitar que se repitiesen tragedias como la que acababa de acontecer. Colocaron vigilancia, y advirtieron con grandes carteles que el acceso estaba terminantemente prohibido.
David no volvió nunca a ser el chico de antes. Noche tras noche, se acostaba y revivía de forma constante el horror que experimentó. Se culpaba a sí mismo de la muerte de Esteban, dado que quizás, de haberse ido cuando él se lo pidió, aún seguiría vivo. A pesar de las sesiones con su psiquiatra, David llevaba años con depresiones y crisis de ansiedad en las que le faltaba el aire; además estaba medicándose, sufría terribles insomnios y apenas ingería alimento. El joven no soportó la culpa, no pudo aguantar más el infierno que en el que se hallaba sometido desde aquel día, y el 2 de febrero de 2003, David se arrojó al vacío desde un puente, cayendo fulminantemente sobre el asfalto. Sus padres encontraron un mensaje escrito en la pared de su habitación, en el que podía leerse: NO TODOS LOS VIVOS RESPIRAN.
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